El Pozo de Narciso, W. H. Auden

Caravaggio

Todo hombre carga de por vida un espejo, único e inseparable como su sombra. Casi todos o quizás todos nuestros espejos son inexactos o no nos favorecen, aunque en distintas formas e intensidades. Unos magnifican, otros disminuyen, y otros devuelven imágenes lúgubres, cómicas, burlonas o aterradoras.
Pero las propiedades de nuestro propio espejo no son tan importantes como a veces desearíamos considerarlas. No seremos juzgados por el espejo que usemos sino por el uso que le hayamos dado, por la respuesta a nuestro reflejo.
Narciso no se enamora de su reflejo porque sea bello sino porque es suyo. Si fuera su belleza la que lo hechiza, se vería libre en unos cuantos años, al perderla.
Lo absolutamente banal: la percepción de mi propia singularidad. Es extraño que uno la valore más que cualquiera de las excitantes experiencias, emociones e ideas que vienen y van, dejándola inmutada e inmutable.
Uno puede imaginarse a sí mismo rico desde la pobreza, hermoso desde la fealdad, generoso desde la tacañería, etc., pero es imposible que uno se imagine a sí mismo como más o menos imaginativo de lo que en realidad es. Un hombre cuyos pensamientos fuesen siempre lugares comunes jamás lo descubriría.
Cuando considero a otro, puedo concebir fácilmente que su cuerpo expresa su personalidad, y que ambas partes son inseparables. Pero en mi caso es imposible no sentir que mi cuerpo es otro diferente a mí que habito como una casa, y que mi rostro es una máscara que oculta al resto de las personas, con o sin mi consentimiento, mi verdadera naturaleza.
La imagen de mí mismo que intento crear en mi propia mente para poder amarme, es muy distinta de la imagen que busco crear en la mente de los otros para que me amen.
Al hablar con otra persona, se tiene más consciencia del interlocutor como oyente que del yo como oyente. Pero en el momento de escribir algo, aunque sea una nota para pasar por abajo de la mesa, somos más conscientes de nuestra propia lectura que de la del destinatario. De allí que al escribir no podamos ser tan falsos como al hablar, ni tan sinceros. La palabra escrita no puede ocultar ni revelar tanto como la palabra hablada.
Es imposible aproximarse a un espejo conscientemente sin componer o «hacer» una cara especial, y es raro que nos reconozcamos en un reflejo que nos tome desprevenidos. No puedo leer mi rostro en el espejo porque resulta obvio para mí mismo.
Dejamos de ser niños cuando comprendemos que contar nuestras penurias no las soluciona (Cesare Pavese). Exactamente. Ni siquiera relatándoselas a uno mismo. La mayoría de nosotros hemos pasado por situaciones vergonzosas en las que hemos berreado, golpeado la pared con el puño, maldecido el poder que nos trajo al mundo, y deseado estar muertos o que otro lo estuviese. Pero en tales situaciones el Yo del que sufre debería tener el tacto y la decencia de mirar para otro lado.
Presa del pánico, el hombre corre en círculos en torno a sí mismo. Presa del júbilo, el mismo hombre liga sus manos a las de otros y danza con ellos en círculo.
Juego de salón para una tarde lluviosa: imaginar los espejos de los amigos. A tiene uno de cuerpo entero, áureo y barroco. B un discreto espejito de bolsillo en un estuche de cuero de chancho con sus iniciales estampadas al dorso. Y cuando lo observamos, C siempre está arrojando su espejo; pero si hurgamos en su bolsillo o su manga descubrimos otro, como un as escondido.

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